La gravedad de los abusos emocionales viene dada, entre otros factores, porque el agresor, abusador o victimario, tiene una situación de fuerza, privilegio o autoridad respecto de la víctima, lo que deja a esta indefensa, inerme, sin mecanismos para responder o defenderse.

Por su difusión en los medios, hay formas de abuso emocional a las que todos somos ya sensibles: el bullying, el abuso sexual… Sus efectos son conocidos y comprendidos, por lo que cuentan con apoyo social, protocolos bien establecidos de actuación en favor de la víctima y profesionales expertos en su cuidado.

Pero hay otras muchas formas de abuso emocional igualmente graves de las que no se habla tanto, como por ejemplo, el abuso emocional en el contexto laboral por parte de quien tiene la potestad de contratar o despedir, el abuso en el ámbito interno de los partidos políticos, donde los que tienen posiciones de poder pueden (y de hecho lo hacen) desplazar, aniquilar y defenestrar a compañeros que temen que puedan convertirse en su competencia o llegar a “hacerles sombra”. Estas manifestaciones, al ser más invisibles y estar menos presentes, no tienen asociados procedimientos de cuidado a la víctima, ni cuentan con apoyo.

Además, existen otras formas de abuso que son tabú, esto es, de las que no se habla (o se prefiere no hablar), a pesar de que tengamos sobrada constancia de ellas, como ocurre, por ejemplo, con las falsas acusaciones. Así, aunque acusar falsamente es un delito y como tal es perseguido, hay excepciones en las que quien acusa con falsedad consigue de entrada que la ley, de oficio, se ponga automáticamente de su parte (el denunciante se presenta como presunta víctima), bastando su palabra para que los medios de comunicación caigan sobre el acusado con toda la artillería y para que se pongan en marcha protocolos jurídicos y sociales, antes de dilucidar la verdad.

En estos casos, el supuesto victimario es decir el acusado, es la víctima real y lo peor es que no solo no hay nadie que le defienda, sino que se le deja sin salida, desamparado y ya para siempre bajo la sombra de la sospecha. Porque, cuando años después, en el mejor de los casos, se demuestre en juicio que todo lo dicho sobre su persona era falso, nadie restituirá su imagen y fama dañadas, tampoco se le compensará por los años de infierno vividos y rara vez la ley ajustará cuentas con sus acusadores.

Creemos que es importante destacar este último caso porque es terrible: el acusado no tiene defensa ni la puede esperar. Ante tales circunstancias se pone de manifiesto si cabe con más fuerza de lo habitual, una medida terapéutica básica, la necesidad de en medio de tanto dolor e intento de aniquilación personal, contar con una zona de seguridad donde la persona esté a salvo. De este modo, han de ofrecérseles a las víctimas tanto procesos de acompañamiento como contextos comunitarios en los que se sientan queridas, fuertes, seguras…

Para ello, por tanto, la solución no reside en protocolos, sino que brota de personas dispuestas a estar junto al abusado. De ahí, la importancia ineludible en estos casos de procesos de acompañamiento en el sentido riguroso en el que nosotros lo definimos. No se trata de hacer terapia (porque, salvo complicaciones, la persona no presenta una disfunción psicológica o un trastorno), no se trata de hacer compañía y mucho menos de dar consejos. Se trata de caminar junto al otro, de tener presencia significativa y afectuosa en su vida para que se pueda fortalecer, para que crezca su filautía y, desde ahí, sus recursos frente al agresor y, sobre todo, para potenciar que viva experiencias emocionales alternativas.

Con esto, le estaremos proporcionando un punto de apoyo a la víctima y estaremos promoviendo en ella, en el contexto de nuestra relación, experiencias positivas en las que podrá afirmar su dignidad, su valor, su grandeza. Esta es la clave primera en este tipo de acompañamiento: las experiencias emocionales correctivas (dicho en términos de Franz Alexander) o, dicho bajo nuestro propio esquema de metacoaching, la metacardia.

 

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