De modo habitual, por desgracia, aparecen en los medios de comunicación noticias con situaciones graves de abuso sexual. Realmente, estas informaciones son solo la punta del iceberg pues, como es sabido, los abusos sexuales son muy frecuentes (sobre todo en los entornos familiares). Ante esta situación, más allá del ruido político, hace ya años que psicólogos y terapeutas desarrollan herramientas para paliar y sanar los efectos de dichos daños.
Pero hoy queremos poner el foco de atención en otro tipo de agresiones que provocan efectos devastadores en la vida de las personas. Estos abusos necesitan ser tratados y acompañados a diversos niveles y, ante ellos, quizás, nuestra sensibilidad todavía no está tan desarrollada.
Los abusos emocionales son una forma de agresión psicológica -habitualmente continuada- por la que, de modo sistemático, una persona (aprovechando su preminencia, autoridad o posición de fortaleza) agrede verbalmente o daña con sus actitudes y decisiones a otra, produciendo en ella un efecto de aniquilación. En este sentido cabe destacar que las relaciones en las que la víctima presenta dependencia emocional respecto de su agresor o agresora, resultan más destructivas si cabe.
Este tipo de violencia, la emocional, al no dejar huellas físicas, parece menos grave o aparatosa. No obstante, ocasiona los mismos daños en las víctimas y, en ocasiones, incluso más.
Suele aparecer en diversos ámbitos: en la pareja o la familia (de padres a hijos, de hijos a padres o entre hermanos), donde uno de los miembros ningunea, se burla y desprecia privada y públicamente a otro; en el ámbito laboral o educativo (de profesores a alumnos, de alumnos a profesores o entre iguales –alumnado o profesorado-), cuando alguien crea un clima de hostilidad contra otro a través de críticas, desprecios, indiferencia… en redes sociales, etc.
Denominamos a estas situaciones abusos emocionales porque su efecto inmediato (y buscado por parte del agresor) es el malestar afectivo de la víctima, su destrucción afectiva. Como avanzábamos, al no existir agresión física, parece que socialmente le damos menor importancia a estas situaciones; sin embargo, hemos de tener claro que las agresiones afectivas producen heridas interiores que acabarán manifestándose también físicamente y que resonarán en la vida interpersonal de la víctima; afectando, finalmente, a todas sus dimensiones. Porque no olvidemos que lo afectivo es manifestación de la totalidad de la persona.
Las heridas afectivas pueden deberse a agresiones puntuales graves, aunque, por norma general, surgen a partir de las reiteraciones de agresiones, ejercidas de forma directa o indirecta y siempre intencionada por parte del agresor (o agresores).
Aunque sus efectos pueden ser mucho mayores en las personas más sensibles o en personas inmaduras (especialmente niños y adolescentes), las consecuencias son tremendas para cualquier persona que sea víctima de dichos abusos.
En sucesivas entradas de este blog iremos aportando modos de afrontamiento para este tipo de situaciones, sin embargo, en este artículo, queremos ofrecer una primera medida, no sin aclarar antes que el afrontamiento comenzará con la toma de conciencia de que se está sufriendo abuso para, posteriormente, tomar la decisión de pedir ayuda.
La dificultad de llevar esto a la práctica radica en que cuando una persona está siendo víctima de abusos, normalmente también presenta el síndrome de la “cocción de marisco”: las centollas y los bueyes de mar, cuando van a cocinarse, se ponen vivos en una cazuela que contiene agua fría y sal. Dicha agua, poco a poco comienza a calentarse y, dado que este calor es progresivo, de entrada, no le parece molesto ni peligroso al marisco. Finalmente, justo antes de que el agua rompa a hervir, la temperatura ha alcanzado un grado muy elevado y, entonces, el daño para ellos es ya irreversible; tanto es así que mueren sin haber tenido opción de luchar por su vida.
Con los abusos emocionales ocurre algo parecido: la temperatura de la agresión va subiendo poco a poco y la víctima se va acostumbrando a ella. No obstante, cuando la intensidad de la misma va aumentando, la persona ya está inerme ante los agresores. Por eso, antes de pedir ayuda, resulta fundamental tomar conciencia de la realidad. Por consecuencia, este es el procedimiento lógico cuando los abusos se dan en relaciones en las que existe dependencia emocional, sea esta malsana (propia de las relaciones de pareja) o bien natural (producida entre madres e hijos, por ejemplo).
Una vez que la víctima toma conciencia de lo que le ocurre, el siguiente paso fundamental es la toma de distancia del agresor, cueste lo que cueste. Conviene poner distancia respecto de quien ha producido la herida y de todo aquello que la mantenga viva o la recuerde.
Por tanto, es necesario alejarse físicamente y decir ‘adiós’ (al menos de modo provisional) a las personas, instituciones, grupos e incluso lugares que producen o alimentan la herida. Y esta distancia respecto de ellas ha de ser física pero también interior, por eso, la persona no ha de preguntar por ellas, no ha de estar con ellas… Hablamos de una separación defensiva, de protección.
Sólo de esta manera es posible generar el contexto de recuperación personal adecuado y comenzar un acompañamiento personal (o terapia) que permita la recuperación.