Uno de los dogmas de los cuales parte del coaching afirma que todos los recursos necesarios para su pleno desarrollo están ya en la persona. Tomando la imagen de la bellota, que para muchos ha simbolizado esta disciplina, se supone que basta el apoyo y el impulso necesario para que la persona lo desarrolle por sí misma a partir de todo lo que hay en ella.
Sin embargo, descubrimos en las personas (¡en nosotros mismos!) carencias que, si no son acompañadas por otros, jamás podremos superar. Además, los que nos proporcionan perspectivas de vida, nos muestran valores, caminos de realización, ideales de ser persona… siempre son otros. Cada persona necesita recursos, referentes, aprendizajes. Y esto de modo continuo. Por tanto, no todo está en ella.
Por otro lado, el coaching, fuertemente marcado en sus primeras versiones por el pragmatismo, propone un método puesto al servicio de los deseos y necesidades inmediatas de la persona. Pero resulta que, frecuentemente, las personas aceptan acríticamente eslóganes socialmente estandarizados (“Diviértete”, “¿Lo quieres? Lo tienes”, “Tú puedes”) y, simultáneamente, rechazan los grandes relatos (ética, política, religión). Actualmente se está “de vuelta de todo” sin estar de ida de nada. Se rechaza como león rugiente toda creencia, pero no se tiene la sencillez y la creatividad del niño que construye opciones aceptando la realidad.
Entonces, de nada vale el camino tradicional del coaching que encierra a la persona en sí, en sus deseos, en sus posibilidades. Cuando llega el fracaso, la enfermedad, la debilidad o la fragilidad, esta idea de felicidad adquirida desde la mentalidad dominante hace aguas y la persona no encuentra un camino de salida. Por mucho que se empeñe en forzar la felicidad (comprando, dándose caprichos, consiguiendo metas…), esta huye de ella en la misma proporción en que la busca. El voluntarismo y el “por mí mismo” no sirven cuando el viento está en contra. En esos momentos, necesitamos ser acompañados.