El niño es la quintaesencia de lo humano: máxima dignidad, máxima fragilidad, máxima posibilidad.

Nos definimos en nuestra humanidad por cómo tratamos a los niños, a nuestros niños. La propia sensibilidad para con los niños es un excelente termómetro de la calidad del propio corazón. La respuesta que damos ante un niño que se hace presente en nuestra vida nos retrata, porque es la prueba de nuestra auténtica respuesta ante las personas.

En el niño se manifiesta al máximo que, desde nuestro nacimiento somos desde otros, vivimos con otros y nuestra acción se orienta hacia otros. Es en contacto con el niño donde se descubre esta verdad en estado puro.

Y es en contacto con los niños con los que descubrimos que una respuesta ante su presencia es la del cuidado. Les cuidamos porque son personas, con plena dignidad. Pero también les cuidamos como respuesta a la vulnerabilidad que se hace presente en ellos.
Poco se ha reflexionado sobre en qué niveles ha de darse este cuidado a los niños (y, por extensión, a toda persona vulnerable) y se ha llegado a la conclusión de que cuidar implica varios niveles:

  1. Cuidar como proteger y defender.
  2. Cuidar como prestar atención y como reconocimiento de la exclusividad.
  3. Cuidar como promover la plenitud, como alentar las potencialidades de cada niño.

En fin: cuidar va mucho más allá que alimentar, vestir y proporcionar una seguridad material. El cuidado implica, sobre todo, atender, alentar y apoyar la dimensión personal del niño y, de no hacerse, de no ofrecerle el afecto, apoyo e impulso personal que necesita se derivan siempre enormes heridas que pueden lastrar la vida adulta.

Las grandes diferencias en las oportunidades ante la vida no proceden solamente del nivel económico de los padres o de la familia de origen. En igual o mayor medida, contar con un ambiente familiar acogedor, personalizante, en el que el niño es cuidado y valorado (no mimado ni sobreprotegido) resulta esencial para su desarrollo pleno. Junto con el nivel económico (que resulta posibilitante de las oportunidades materiales), el nivel afectivo y de cuidado resulta clave para que el punto de partida en la vida sea favorable al crecimiento y la plenitud personal. Si se carece de este cuidado afectivo y personal, la persona tendrá siempre la sensación, dicho en términos heideggerianos, de haber sido “arrojado a la existencia”, de estar de más, de llegar sin razones a un escenario sin sentido. Al revés, quien es cuidado y amado desde el comienzo, tiene incorporada en lo profundo del corazón la experiencia de que es “acogido en la existencia”, que es valorado por sí mismo, que su vida merece la pena.

Cuidar a cada niño es tarea moral inexcusable porque hay demasiado en juego en cada vida. Y la tarea es de todos y cada uno de nosotros, tarea personal y social, tarea universal.

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