Quien acompaña a otra persona aprende a leer, a través de las manifestaciones afectivas del acompañado, cómo está y qué necesita. Así, como rasgo general, una persona que crece, que va madurando, que va logrando su vida, manifiesta alegría. Por eso, cuando descubrimos que esta alegría falta, cuando se ha instalado en una persona la sombra, la angustia, la apatía, tenemos una señal de que este crecimiento, maduración o logro vital se está viendo afectado.

Nuestra tarea, entonces, será la de promover en el acompañado el conocimiento del para qué de esa situación y la voluntad de poner en marcha acciones que rompan las cadenas o sanen la falta de armonía interior.

Estas modificaciones de la afectividad y estas reacciones negativas son siempre el testigo o la señal de alarma de que algo se está haciendo de modo inadecuado, de que algo se está afrontando de manera equivocada, de que esa persona no está pudiendo afrontar creativa y fértilmente su vida o de que su comprensión de sí mismo es inadecuado; son testigo de que sus potencialidades están comprimidas o alienadas; de que algo le impide realizar su orientación vocacional;  tiene obstáculos en su apertura a los demás.

Toda situación que frustre las aspiraciones esenciales de la persona, bien de crecer en plenitud, de una vida de sentido o de una vida de relaciones comunitarias, modifican su afectividad, impidiéndole percibir adecuadamente la realidad. Lo común a todas es que cursan con pérdida de alegría. La falta de alegría es, pues, un síntoma que invita a ser acompañado, a restablecerse a través de un encuentro con alguien que permita a la persona tomar las riendas de su vida. En concreto, esta afectividad así dañada da lugar a tres tipos de reacciones:

a) de apatía, desensibilización y depresión.

b) de reacción desproporcionada (agresividad, culpabilidad, compulsiones, obsesiones)

c) de huida, anestesia (adicciones, alcoholismo, dispersión personal en diversión…).

 

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