En acompañamiento aparecen con frecuencia los procesos de duelo. Pero los duelos no son sólo los procesos interiores que se viven tras la muerte de un ser querido. Duelo es todo proceso de adaptación tras algo que se pierde. Y esto que se pierde puede ser una persona, pero también un trabajo, un lugar, una situación… o incluso un sistema de vida, una ‘normalidad’. Esto es justo lo que, a nivel mundial, ahora hemos perdido. Por eso, hay que aprender a hacer el duelo por la normalidad perdida y aprender a acompañar a otros en este duelo. Pero no somos los primeros. Los empobrecidos de la tierra, que son la mayoría del planeta, llevan años haciendo duelo por una normalidad que quizás nunca tuvieron. Y son capaces de vivir con alegría. Los empobrecidos de la tierra nos enseñan ahora cómo afrontar dificultades. Ahora nos toca un poco al Norte (aunque nada comparado con lo que ellos han vivido y viven)

Los primeros síntomas del duelo (también por la normalidad perdida) son conocidos: dolor, cierta desorganización, incertidumbre, extrañeza. Surgen pensamientos de incredulidad, de preocupación permanente. Los afectos negativos afloran con más intensidad, especialmente la tristeza, el enfado, la ansiedad. Corporalmente se siente más cansancio, algunos sentirán falta de aire, opresión en el pecho… Se incrementa la ira, mecanismos compensatorios… Pues bien, hay una primera buena noticia: todos estos ‘síntomas’ son naturales y adaptativos. Se ha comenzado el duelo por la normalidad perdida. No hay nada extraño ni patológico. Hace falta vivirlo y acompañarlo.

Para acompañar el duelo por la normalidad perdida hace falta estar presente, mantenerse cerca emocionalmente, hacer contacto físico. Esto crea un contexto para facilitar el proceso de duelo. No necesariamente hay que hablar. Hay que estar, con plena presencia física. Pero hay que evitar agobiar al otro.

En segundo lugar, resulta imprescindible ayudar a la persona en su evacuación emocional, a que exprese que siente. Afecto que no se expresa se pudre dentro, se infecta y da lugar a comportamientos psíquicamente inadaptados. Por eso, hay que favorecer la expresión emocional y evitar regularlo con órdenes como “no estés triste”, “anímate”. La persona tiene que concederse ‘permitirse’ el duelo. Es bueno compartir estos sentimientos con personas queridas, con familia y amigos, sin querer ‘hacerse el fuerte’. La amistad, en este sentido, es el gran antídoto.

Para acompañar el duelo por la normalidad perdida es necesario no negar la realidad. Lo que sucede, sucede. Y es necesario aceptarlo. Para ello resulta interesante conocer qué es lo que sucede, conocer algo más de cómo están la situación (sanitaria, económica, social, política…). Conocer sí, pero evitando la infoxicación, el exceso de información sobre la situación, pues en este caso lo que se produce es un incremento del malestar. Por tanto, hay que hablar de qué es lo que sucede, buscando la mayor objetividad y el menor sensacionalismo.

Se ha de evitar mirar hacia atrás, hacia lo perdido. En la vida el fluir siempre va hacia adelante y hacia arriba. La añoranza del pasado puede ser la puerta para una ceguera para el presente y de una inundación de melancolía patológica. Se trata de abrirse al futuro, lo que significa:

  • El establecimiento de nuevas rutinas y de nuevas normas resulta imprescindible.
  • Potenciar el que la persona abra nuevas opciones vitales, que descubra qué se puede hacer ahora que antes no se podía, que ponga en juego nuevas aptitudes. Se trata de recomenzar.
  • Desarrollo de un programa de bienestar, que básicamente consiste en realizar cada semana (mejor cada día) alguna actividad absorbente (Flow), exigente, placentera y sencilla que de un tono satisfactorio a toda la semana.
  • Frecuentar el deporte, el paseo, el encuentro con la naturaleza.
  • Desarrollar los hábitos de la paciencia, de la esperanza (que no es pasividad sino espera activa) y de la alegría por las pequeñas sorpresas maravillosas de cada día.

 

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