Una de las escenas más famosas de la película El tormento y el éxtasis es aquella en la que el papa Julio II le pregunta insistentemente a Miguel Ángel por cómo va la decoración de la Capilla Sixtina. Una y otra vez le preguntaba “¿Cuándo terminarás?” a lo que Miguel Ángel le contestaba: “Cuando acabe”. “Y ¿cuándo acabarás?”, respondía el papa impaciente, a lo que Miguel Ángel le decía “Cuando termine”.
A aquel papa le faltaba paciencia. Y esta competencia, hábito o virtud es una de las más importantes para la madurez personal. Y más en tiempos de incertidumbre colectiva, en tiempos inéditos, de imprevistos…
En parte, la tristeza, inquietud, ansiedad y abatimiento de muchas personas ante un contexto social, político, económico o sanitario incierto asienta su raíz en su falta de paciencia. Nos hemos habituado tanto a la inmediatez, a que no pase tiempo entre el deseo de compra y la compra, entre la compra y que la mensajería nos lo traiga a casa, a escribir un correo o un WhtasApp y tener la contestación inmediatamente, que cuando hay que esperar, nos desesperamos.
Por tanto, en un proceso de acompañamiento hay que promover que las personas descubran que los procesos de la vida y sus propios procesos exigen paciencia.
Romano Guardini define la paciencia como la tensión entre lo que somos y lo que hemos de realizar, entre lo que sucede y lo que esperamos que suceda. Pero también la paciencia es saber aceptar, sin forzar el fluir de la vida, lo que nos toca, lo que acontece.
Igual que en el ajedrez, quien juega con las negras, aunque sometido a ciertas reglas, es capaz de mover y articular sus fichas como quiera. Pero hay algo que no depende de él: las jugadas de las blancas. Por eso, cualquier jugada, cualquier estrategia, exige paciencia. De ahí que el ajedrez sea tan educativo y tan conveniente terapéuticamente para los hiperactivos y los que quieran aprender el arte de la espera.
Si duda, cada uno de nosotros ha de dar pasos en su vida. En un proceso de acompañamiento eso es justo lo que se promueve: que cada uno sea capaz de descubrir qué paso ha de dar a continuación y de hacia dónde quiere caminar. Pero, además, es necesario saber esperar a que las cosas ocurran cuando tengan que ocurrir. Se impone aprender que no todo depende de nosotros.
A modo de anécdota significativa, les revelo que este artículo he tenido que empezarlo cuatro veces pues se han sucedido, en el tiempo que llevo redactándolo, tres apagones eléctricos a causa de una tormenta. En el primer y en el segundo apagón perdí todo lo escrito y en el tercero la mitad. Me ha hecho gracia (¿sincronicidades?) que justo me suceda esto cuando escribo un artículo sobre la paciencia. Sin embargo, me muestra, de la manera más elocuente, que la paciencia supone el saber empezar siempre (Semper incipe!), tomar conciencia de que las cosas se hacen nuevas cada día.
La paciencia, en verdad, es el hábito de saber empezar una y otra vez, de mirar siempre hacia adelante y hacia arriba, sabiendo que nosotros tenemos que movernos pero que no todo depende de nuestro movimiento. La paciencia es el hábito de esperar activamente, con fortaleza (porque sin actividad ni fortaleza, la paciencia se degrada en pasividad y propicia una auténtica debacle afectiva).
La paciencia es, en fin, la capacidad habitual de acogernos amorosamente aceptando nuestro propio ritmo (en realidad, lo preciso musicalmente es decir ‘nuestro propio tempo’), y de acoger amorosamente el discurrir de la vida, sin forzar, sin desear que las cosas ocurran ni antes ni después, sino cuando tengan que llegar.
Trabajar esta virtud con aquel que acompañamos resulta imprescindible.