Inmaculada Gándara, una sabia profesora de filosofía que tengo la dicha de conocer, tiene, entre muchas otra, la virtud de acentuar el lado positivo de cualquier situación, por difícil o áspera que sea. En uno de nuestros últimos encuentros, ambos con la mascarilla preceptiva en estos días, me ‘quejé’ de que esta barrera de protección nos impedía ver medio rostro, y se trata justo la parte de la cara con la que sonreímos. Pero me contestó que precisamente esta circunstancia es la que permite dar todo su valor a las ‘patas de gallo’, aunque esto es un privilegio de los que ya han cumplido unos cuantos años. Tiene razón: resulta espectacular la fuerza expresiva de esta sonrisa de los ojos.
Este recurso expresivo, del que carecen los jóvenes y aquellos que con más edad se han hecho la cirugía estética, resulta clave en la buena relación con los demás. En realidad, en general, los gestos del rostro son más importantes para la comunicación que las mismas palabras. Y, de entre todos los posibles elementos comunicativos, sin duda uno de los más intensos es la sonrisa. La sonrisa, tanto de los labios como de los ojos, supone un fruncimiento de las comisuras (labiales y oculares) que dan lugar, con los años, a unos pliegues maravillosos. Justo estos pliegues son los que abren y facilitan el encuentro con otra persona.
Parecería que, en tiempos de pandemia, vestidos con este ‘tapabocas’, nos veríamos abocados a una ‘distancia expresiva’ al perder este recurso de la sonrisa. ¡Pero fíjense en los ojos! ¡Que surte quien ya ha conseguido, sin duda a fuerza de sonreír, esa fuerza expresiva! ¡Alégrense de esas arrugas si ya las tiene!
Gracias a este recurso, se nos facilita el encuentro amigable con aquel con que nos encontramos. Y le aseguro que funciona siempre, porque se trata de un lenguaje universal: Nuestra sonrisa ocular es la llave de la puerta del corazón de aquel con quien nos encontramos. Por otro lado, nos revelamos a él, le abrimos nuestro corazón y le permitimos entrar. Practicar la sonrisa ocular, con o sin mascarilla, resulta eficacísimo para mejorar la comunicación. Además, compruébelo por usted mismo, es contagioso. El interlocutor tenderá, por mera imitación inconsciente, a sonreír al verle sonreír a usted. Su sonrisa habrá entonces logrado vestir de esperanza su tiempo y el de su interlocutor, dulcificado su dolor, acariciado su corazón. Cada vez que emerjan esos pliegues junto a sus ojos amanece para los demás.