Cuando en psicología se estudia el paradigma cognitivista, se afirma que lo que determina un afecto no son los acontecimientos sino la interpretación que se hace de los acontecimientos. Por tanto, son los cambios cognitivos los que permiten interpretar la realidad de otra manera y, por tanto, modificar afectos y comportamientos.

Pero hay que reconocer que, en realidad, el cambio cognitivo, por sí mismo, no transforma. El mero cambio de pensamiento, entender que hay otras maneras de concebir la situación no cambian por sí mismas el afecto, si no se produce también un cambio en la forma de situarse vitalmente ante la circunstancia.

Una persona que tiembla de ansiedad ante un viaje en avión porque teme que se caiga no le vale de mucho que le digan que lo mire de otra manera: que muchos más accidentes hay en coche que en avión y que el avión es muchísimo más seguro del coche. Le daremos estadísticas, datos y razones. Pero al subir al avión sentirá un escalofrío y a la primera turbulencia sentirá, angustiado, que se acerca su último momento. Puedo pensar, o alguien decirme, que hay que aceptar la muerte de mi padre o mi hermano, que es algo natural. Pero esa razón tan prudente no eliminará mi dolor.

La transformación va mucho más allá de lo cognitivo. Toda transformación y toda sanación ocurren en el corazón. El corazón, que es mucho más que lo afectivo, aunque lo incluye, se refiere a lo más profundo de la persona, al ámbito de lo más íntimo y personal.

Cuando se da una sanación o una liberación afectiva lo que ocurre es mucho más que una ‘metanoesis’ (cambio de pensamiento). Se trata de una ‘metacardia’, de un cambio de corazón en el sentido de una nueva forma de instalarse personalmente ante la situación y ante la propia vida. Quien vive una ‘metacardia’ es quien sana. Esta ‘metacardia’ supone, sin duda, una manera nueva de ver las cosas, pero no sólo de comprenderlas o conceptualizarlas. Se trata de una visión nueva, desde dentro, que trae consigo una nueva manera de sentirlas y vivirlas. Ante la muerte del ser querido, quien vive una metacardia, pasa de la resignación o la queja como forma de vivirlo, al agradecimiento por haber podido conocer a esa persona. No es sólo que ahora pienso en todo lo bueno que he vivido con esta persona, sino que me instalo biográficamente en este agradecimiento, dándose así un cambio profundo, que supone la resolución positiva del duelo.

A otro nivel, si pierdo el tren o el autobús que esperaba haber tomado, si llego tarde a causa de un imprevisto, el cambio no se da tanto porque piense que ‘no pasa nada’, ‘en realidad no es tan grave’, ‘lo acepto’, ‘veré que puedo hacer para salir del apuro’. El cambio viene de vivir la experiencia de un nuevo modo, queriéndola como una oportunidad, alegrándome del acontecimiento. Se trata no de un cambio cognitivo sino de un cambio vital. Esta ‘metacardia’ es la que se ha de promover en los procesos de sanación. Así, referido a una relación en crisis, la ‘metacardia’ supone una nueva mirada al otro (y no sólo un cambio en la manera de pensar sobre él).

Mi amigo Luis, un varón de 75 años, estaba al borde del colapso emocional por la tensión que durante dos años vivió con su esposa, quien se había vuelto impulsiva, caprichosa, agresiva e intempestuosa. Bastó descubrir que ella actuaba no con maldad sino desde su demencia, y bastó con cambiar la mirada sobre ella, mirada de compasión, para que pasase de la congestión emocional a la experiencia serena del cuidador paciente y amoroso. No bastó un cambio cognitivo: hizo falta que ocurriere en su corazón un cambio para vivir bajo una nueva luz de esperanza, de sentido. Desde ahí tuvo fuerzas para afrontar la realidad.  No se trata de un cambio sino de una metamorfosis, de una transfiguración, como la ocurre con el gusano que termina siendo mariposa.

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