Con impropiedad se habla de la familia como ‘institución’. Y esto por dos razones: porque la familia, si es tal, sobre todo es una comunidad de personas, un sistema comunitario. Y, en segundo lugar, porque son muchas las formas en que hoy se institucionalizan los diversos grupos llamados ‘familiares’. Ya no existe ‘la familia tradicional’ porque hoy conviven una multitud de tradiciones.
Pero si hay un rasgo muy extendido en las familias occidentales del siglo XXI: que la familia, cada vez más, se experimenta como una unidad afectiva, en la que hay una alta exigencia emocional (lo cual, hoy por hoy, le resulta algo más difícil de asumir a los varones adultos, muchos no educados para ello).
Formar pareja y formar familia ya no es ‘un destino’ sino una opción personal en la que cada uno ha de ‘inventar’ la forma en que ha de realizarla. También es cierto que las formas diversas en que se realiza esta opción están cada vez más institucionalizadas. Por ejemplo, la forma de unión hombre-mujer más institucionalizada –y generalizada hoy- es la unión de hecho mientras que la más atrevida, original y transgresora es el matrimonio religioso. Han cambiado mucho las tornas en los últimos quince años. Por tanto, más que desinstitucionalizarse diríamos que las formas institucionales se han difractado en una enorme pluralidad dando lugar a multitud de formas grupales posibles (cada una de las cuales tiende a institucionalizarse. Así, los que rechazaban antaño los papeles por argumentar que eran contrarios al amor buscan hoy su inscripción en el registro civil. Sin embargo, no todas estas formas son igualmente promocionantes de sus miembros. Es decir: no todas ‘dan igual’ ni son equivalentes ni siquiera sería adecuado denominarles a todos familias.
Las consecuencias de apoyarse en la dimensión afectiva como el pilar de las relaciones, en la mayor parte de los casos, son varias. Y han de tenerse en cuenta a la hora de acompañar las parejas, matrimonios y familias.
La consecuencia más inmediata es que se trata de agrupaciones personales mucho más frágiles e inestables.
Por otra parte, todo ha de ser decidido y consensuado, al ser todo fruto de una elección constante como ocurre con la distribución de las tareas o número de hijos. Dada la inmadurez emocional creciente, las decisiones que suponen un compromiso profundo o se rechazan o se retrasan o se limitan. Por ello, los hijos –si se tienen- se tienen cada vez más tarde y, cuando llegan, son cada vez más fruto de atención esmerada. Tanto es así que aparece un nuevo fenómeno: la paidarquía familiar. Llamamos paidarquía a la real tiranía por parte de los hijos, a una hipertrofia de la atención y sobreprotección al niño (o al joven) como centro, que aprende a vivir como fuente continua de exigencia nunca satisfecha.
Consecuencia de ello es una creciente dependencia de los hijos jóvenes respecto de los padres hasta edades muy avanzadas, de modo que esta paidarquía se incrementa al llegar la adolescencia, sobre todo porque, por no discutir y por no proponer criterios claros, son los hijos los que terminan por imponer sus criterios morales, afectivos y comportamentales a los padres. Esto supone la aparición de la adultescencia como nueva etapa evolutiva, que alarga la adolescencia hasta los 35 años y más allá.